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Piña-solidaridad_José cañeteSiempre he creído que en el deporte hay tres elementos fundamentales: aptitudes, actitudes y oportunidades.

 

Las aptitudes comprenden todas las competencias y habilidades que tienen los deportistas y que son mejorables por el entrenamiento. En el caso de los deportes de equipo, nos referimos a todas las capacidades y cualidades que tiene cada jugador como individuo y también a las que consigue el grupo, fruto de las sinergias del trabajo en equipo. Incluye todo el saber y el saber hacer individual y colectivo. Es el “poder” o “empoderamiento”.

La actitud tiene más que ver con la voluntad, el “querer” hacer. Una buena predisposición a jugar aumenta de forma muy significativa la concentración, la atención, la ambición y la motivación para conseguir los objetivos perseguidos. Es verse por adelantado haciendo las cosas con todas las fuerzas y sin ahorrar ningún esfuerzo. Depende de cada uno y, por tanto, se puede elegir.

La oportunidad surge en el transcurso de la competición. Puede tener un componente aleatorio pero también puede crearse. Uno puede estar esperando a que algo pase o por el contrario provocar que pase. La mayoría de las veces, unas buenas habilidades y la mejor de las predisposiciones para utilizarlas nos permiten estar preparados cuando surgen las oportunidades y, entonces, poder aprovecharlas.

De los tres factores mencionados, el más decisivo, desde mi punto de vista, es la actitud. Elegir y tener una buena actitud. Todos tenemos una buena actitud cuando las cosas van bien, cuando ganamos partidos, cuando somos los protagonistas y todo nos sonríe. Sin embargo: ¿Cuál es nuestra actitud cuando nuestro equipo va perdiendo, cuando los árbitros nos defraudan, los compañeros no lo hacen bien y fallan, o cuando el entrenador nos increpa o jugamos contra un rival al que consideramos de “antemano” inferior?

La actitud se puede elegir. Hay quienes optan por una actitud de compromiso, de entrega, de sacrificio, logrando sumar de forma exponencial las aptitudes de cada uno de los integrantes de su equipo para multiplicar las habilidades individuales y colectivas. Sin embargo, otros pueden confiar plenamente en sus capacidades, en su “poder”, y elegir una actitud cumplidora, relajada, confiada que puede mermar mucho el posible potencial del talento de una persona o un grupo.

Un equipo necesita el 100% de cada uno de sus integrantes. No se puede jugar al 40 %, al 50% o al 60%. Nunca se debe permitir que un jugador deje el 40 % de su talento, de sus ganas o de sus fuerzas en el vestuario o regule su actitud en función del adversario. De nada sirve ser el mejor o tener buenas competencias en cualquier tarea si no tienes toda la voluntad y la motivación por utilizarlas. Para poder primero hay que querer.

En un equipo de balonmano, la actitud también es colectiva. Al igual que existe sincronía y sinergias cuando hablamos de capacidades, también existen cuando hablamos del “querer”. En un equipo hay que conseguir que 1+1 siempre sea más que dos. Es decir, que la suma sea mayor que las partes. Pero a veces ocurre lo contrario, que la suma sea menor, que 1+1 sea incluso menos que dos. La actitud colectiva es una actitud compartida que influirá en los resultados de todo un equipo. Es más, una buena o mala actitud nos mostrará la tendencia del colectivo al éxito a al fracaso, por lo que también tiene un valor predictivo.

Y es que la actitud puede ser negativa, y en vez de sumar esfuerzos se restan voluntades siendo esto la antesala de los fracasos colectivos.

Siempre se lo digo a mis alumnos y a mis jugadores: cuando el talento se iguala y cuando los recursos técnicos, tácticos, estratégicos son parecidos, consigue sus objetivos quienes más ahínco pone en conseguirlos.

Cuando surja la oportunidad , una buena actitud no la dejara escapar, y aunque nuestras capacidades no sean las mejores, nuestra predisposición y nuestra voluntad  nos pueden ayudar a conseguir nuestros fines y metas.

 

Por Akademos

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El balonmano, debería ser lo menos importante de las cosas que verdaderamente nos importan; y lo más importante de la cosas que no importan.

 

Son muchos los factores que influyen en la formación de un jugador. Desde su potencial genético como base del talento deportivo, su entrenabilidad o la influencia del entono. Todos tienen un gran peso específico a la hora de desarrollar al máximo sus posibilidades, pues todos influyen muy significativamente en su personalidad , su educación deportiva y su preparación técnico-táctica.

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La presencia de tantas variables, su dinamismo y la cantidad de estímulos externos a los que se exponen los chicos y chicas requiere por parte de los que intervenimos en su formación un gran esfuerzo: exige “profesionalización”, por parte de todos los agentes implicados, incluido los padres.

Precisamente queremos hoy hablar del llamado “entorno cercano” del jugador. El contexto donde día a día cultiva su afición deportiva y desarrolla su talento. Un talento, que espera ser “descubierto” y puesto en valor, y que muchas veces, queda oculto o ensombrecido por causas que frustran, desmotivan y alejan a niños y niñas de lo que un día fue su pasión.

La atracción  natural de un niño o niña hacia el juego se produce prácticamente desde que nacen. Su interés: divertirse, disfrutar, pasarlo bien. Más tarde, la necesidad de mejorar, superarse o enfrentarse a otros añade la competición como nuevo catalizador de aproximación hacia las actividades deportivas.

Progresivamente se plantea una diferenciación entre los que la práctica deportiva es un elemento más de la educación y formación como personas, y aquellos, que impulsados por sus potencialidades  priorizan la mejora del rendimiento y su exhibición en la competición deportiva.

Los jóvenes que optan por dedicar una gran cantidad de tiempo a la mejora de sus capacidades con la finalidad de llegar algún día a la elite no lo hacen “solos”. Alrededor de ellos coexisten una series de factores que facilitan su evolución, o por el contrario, perturban su desarrollo en su tránsito de posible talento deportivo a deportista experto o de elite.

El volumen de entrenamiento, el tiempo de juego, la calidad de las tareas, el tipo de competición, la motivación, etc. serán factores determinantes.

De la misma forma  influirán en su evolución  todos aquellos agentes que conforman el contexto  habitual donde realiza su actividad:  los compañeros, la relación con el entrenador, las características del club, el centro escolar, los amigos, y por supuesto, los padres. Nos vamos a detener en ellos.

Dentro del entorno más próximo al joven jugador los padres pueden ser agentes muy beneficiosos o también muy perjudiciales. La mayoría ayudan a sus hijos, les animan, les llevan a entrenamientos y partidos, se integran en el club, favoreciendo de forma activa la construcción  del jugador. Pero también -otras muchas veces- someten a una presión desmesurada a los hijos. Por un a lado tiende a exagerar potencialidades y crear expectativas. Por otra parte desean revivir en sus hijos éxitos pasados o recuperar oportunidades perdidas. La idea de un hijo “campeón” se convierte en obsesión.

Esto puede tener consecuencias negativas en forma de  actitudes y comportamientos nocivos para el educando, presididos por una búsqueda de resultados prematura, ganar a cualquier precio o la reprobación en caso de no responder  a ”sueños” frustrados.